Sucedió lo inevitable.

Hace meses me nombraron, por el turno de oficio, para un desahucio por falta de pago de las rentas y cantidades asimiladas. En principio, y dado que el cliente tenía menos papeles que una liebre, no había nada que hacer. Se señaló la vista, y el demandado no se tomó ni la molestia de acudir. El Juez estimó íntegramente la demanda, como no podía ser de tra forma. Le cité para dársela y aunque en mi opinión era irrecurtible sin constituir el depósito de lo adeudado, me instó a que apelase. Me busque, como abogada que soy, las vueltas y los argumentos para eludir la inadmisión del recurso, y me dieron la razón, prolongando la agonía. Se tramitó la apelación, y ya por fin, esta mañana, se ha producido el único desenlace lógico, la confirmación completa de la sentencia de instancia.
Y aunque he perdido, estoy muy contenta, porque el individuo, en la reunión que mantuvimos para tratar sobre si se recurría, me amenazó a mi, al Juez, a la parte demandante, y hasta a la limpiadora de los Juzgados, y ya que ha terminado, ME DESHAGO de él para siempre (espero). 
¡Qué alivio!.

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