Prisioneros de guerra.

Tras muchos años dedicando una parte importante de mi tiempo al derecho de familia, estoy convencida de que los escollos insalvables que embarrancan invariablemente los divorcios son la personalidad de los cónyuges y que uno de ellos no conoce a aquel con quien se casó.
Tienen en la mente la idea de que el otro es como ellos imaginan, y por más que tratemos de hacerles ver que se equivocan, no lo comprenden.
Esa es la razón de que muchos hijos sean prisioneros de guerra de uno de sus padres frente al otro. O si se prefiere, rehenes emocionales.
A veces el padre no custodio quiere ser/parecer/ejercer de progenitor a tiempo completo sin serlo y esa debilidad es aprovechada por el otro para chantajearle de forma inmisericorde.
Cuando el letrado interviene para restablecer la cordura se topa con el muro de la fantasiosa e idílica relación que se ha inventado como posible con su hijo. Y es difícil hacerle entender que no existe esa arcada feliz en la que su ex se comporta de manera que antepone los sagrados intereses de su hijo, el favor filii, a su propio egoísmo y a su férrea voluntad de machacar al otro.
El derecho de familia debería cambiar de tal forma que no existiese el deber de alimentos y se obligase a que el menor, alternativamente, por años, viviese con uno y con el otro, tras lo cual se estudiaría al menor y se vería quien está realmente capacitado para una custodia exclusiva, sin que el otro pueda intervenir en absoluto.

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