La mauvaise reputation.

Suelo meterme mucho aquí, en mi bitácora personal de desahogo, con togados de toda laya y jaez, con y sin puñetas, con y sin «cangrejo», con y sin medalla, y a veces, rara vez en realidad, con los otros uniformados imprescindibles para nuestro trabajo, sobre todo para los penalistas.
Les ha tocado el turno hoy a los de azul, a los que, de antemano avisó de que no tengo coche y de que se han librado del periódico de milagro. 
Si, con los del centro me voy meter, pero no con todos, ni siquiera con la mayoría, ni con la mitad, ni con un tercio, ni con un quinto, si no con ese 10%, considerado despreciable en electricidad, que da mala fama al resto de agentes honestos, responsables y sensatos, que hacen su trabajo lo mejor que pueden y les dejan, que a veces es mucho. 
Ellos, el noventa por ciento bueno, tienen que cargar con el estigma de ese diez que deja mucho, bastante incluso, diría yo, que desear, en todo, en sus intervenciones y en su defensa de las mismas. Groseros, faltones, maleducados, prepotentes y cargados hasta las trancas de prejuicios y soberbia a partes iguales, se creen los sherifs del salvaje Oeste en tiempos del Presidente Taft. Son incapaces de asumir que no siempre las cosas son como ellos quieren y dicen, y que podemos llevarles la contraria sin que ellos puedan desenfundar e intimidarnos.
Los demás tienen que sufrir las leyendas urbanas del Castillo, los acosos a conductores, y la «fuerza mínima imprescindible» para proceder a una identificación rutinaria.
Y hoy uno, además se ha ofrecido a hacernos una exhibición de piernas, aunque lamentablemente hemos tenido que declinar su oferta, no era plan, a las once de la mañana, en mitad de la oficina judicial.

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